Sábado, 04:00 horas (si, soy consciente de que normalmente hablo de los domingos, pero esta vez es una excepción). A levantarse. Un baño rápido para despertar y aplacar la cabellera, y luego a levantar a los potrillos. Primero, al Potrillo Intermedio (la Yegua Amada y el Potrillo Mayor no fueron en esta ocasión), quien, lentamente, abre los ojos, se queja amargamente al ver que sigue siendo de noche. La Potranca se levanta rápidamente ante la emoción de conocer la nieve.

Subimos a la camioneta, y nos damos cuenta que somos los únicos en el tour. Con una velocidad digna del Checo Pérez, el Potrillo Intermedio se agandalla los tres asientos de hasta atrás, y se acuesta extendiéndose en toda su amplitud con la única intensión de reposar un rato más. La Potranca me asegura entre bostezos que no se va a dormir en el camino, aunque sabe que son unas dos horas de trayecto desde Chilangolandia hasta el Parque de los Venados. Acto seguido, recarga su cabeza en mi hombro y comienzan sus suaves ronquidos. Mientras tanto, entablo una breve conversación con Rubén Darío acerca del frío que nos espera en nuestro destino (entre -1 y 2 grados centígrados) y que no he tomado mi café mañanero.
Aproximadamente una hora después, ya saliendo de una Toluca inerte dada la hora, hacemos una escala para 1) ir al baño, y 2) comprar un café grande intenso con shot extra de cafeína en un Oxxo. Rubén Darío dice que no, gracias, el solo toma agua. Aprovecho para sacar las mandarinas y los sándwiches que estaban preparados desde la noche anterior y que servirán de desayuno para los integrantes de la comitiva. Nos subimos de nuevo a la camioneta, y retomamos el rumbo hacia el Parque, pasando por el pueblo mas alto de México, fabuloso, en donde venden los mismos guantes que encontrarías en Vail o Breckenridge, pero a mitad de precio, llamado Las Raíces, que, a pesar de la hora, no pierde lo colorido de nuestro bello país mostrando casas de todos los colores del arcoíris y todo tipo de chamarras y suéteres gruesos, desde los que son importados hasta los que muestran el calendario azteca tejido a mano. Ya para ese momento, está amaneciendo y se alcanza a ver en todo su esplendor el Nevado de Toluca, con su cumbre blanca, entre los pinos que crecen a los 3,500 metros sobre el nivel del mar.
Un poco mas adelante, Rubén Darío toma una desviación a la izquierda; un camino de terracería de dos carriles, de los cuales uno está totalmente atiborrado por las camionetas de los locales que se turnan para subir a los turistas desde el estacionamiento, que se encuentra a unos 500 metros mas adelante, hasta la entrada al Parque, 12 kilómetros mas adelante. Camiones de redilas, camionetas en todas las condiciones, algunos taxis incluso, todos adaptados para poder subir a la mayor cantidad de pasajeros posible.
Ya en el estacionamiento, Rubén Darío nos abre la puerta de su calandria, y ¡pum! El frío es una cosa de miedo. A -1 grados centígrados, corremos para forrarnos con las sudaderas, chamarras, guantes, gorros, bufandas, doble calcetín, y todo lo que se nos ocurrió llevar para tratar de mantenernos calientitos. Una vez cumplida esa misión, descendemos de la calandría, y vemos que el estacionamiento está lleno. Pero a esa hora, no de calandrias, sino de puestos ambulantes, esos que nunca faltan en nuestro país, y que venden quesadillas, cecina, juguetes de madera hechos a mano, palos de escoba adaptados como bastones de escalar, mas guantes y gorros, refrescos, micheladas (si, a esa hora), cigarros, y el menú completo Marinela y Sabritas que llegan a todos los rincones de nuestro México aunque el agua y/o la luz no lleguen. Al fondo, la cola de las camionetas que hay que abordar para subir, y una fila de turistas que son perfectamente ordenados siguiendo las instrucciones de “el Pepe”, quien parece ser el meromero del lugar a pesar de sus casi 90 años y que no se mueve ya de su silla plegable deslavada desde donde grita “usted, el de verde, ¡hágase pa´alla! Seño, la del gorro rosa, ¡no se meta! La fila es clara y todos suben cuando les toca!”

Avanzamos rápidamente en ese orden hasta el frente de la fila, y nos suben a la que nos toca, un camión de redilas que debe tener unos 30 años de antigüedad, color rojo, cuya caja trasera está forrada con una lona, también roja, y que fue adaptada con unas bancas metálicas (también rojas) donde se pueden sentar cómodamente once personas. Nos subimos trece mas las mochilas. Arriba, en el tubo que detiene la lona, hay una línea de luces LED – también rojas – que se prenden y apagan, mostrando el folclor mexicano y hace que te sientas en un antro.
Doce kilómetros de subida de terracería en zigzag que el chofer recorre en unos diez minutos. Todos lo pasajeros empezamos bromeando el viaje, y a la mitad, algunos mejor cierran los ojos, ya sea para evitar el mareo o para rezar, porque “el Chuy”, quien lleva años manejando este trayecto y es nieto de “el Pepe”, no tiene piedad y maneja como si fuera un pecero en la Ignacio Zaragoza. No puedo evitar recordar que el deporte chilango por excelencia es el “surfeo pecerista” al ver que yo no estoy nauseabundo, y mis potrillos tampoco, y nos adaptamos perfectamente a esta parte de la aventura.
Llegando a la entrada del Parque de los Venados (donde, por cierto, no hay venados), mientras Rubén Darío paga las entradas que nos corresponden, hacemos una segunda escala técnica, previendo que no habrá sanitarios al interior del mismo, y entregando los 10 pesitos que de cajón hay que pagar en este tipo de lugares a lo largo de nuestro querido México Surrealista. Rubén Darío nos entrega los bastones para caminata que trae consigo, perfectamente escondidos en su mochila, y emprendemos el recorrido de casi diez kilómetros.

La primer parte de la caminata es una cuasi-recta de baja pendiente de mas o menos un kilómetro, que tiene a la mitad los primeros indicios de nieve a los costados. Aquí, siguiendo las recomendaciones de Rubén Darío, nos salimos del sendero – que está claramente indicado por una vaya de madera con cuerdas – para adentrarnos por primera vez en nuestras vidas a la nieve. Angelitos, bolas de nieve y los deslizamientos veloces en las faldas del volcán hicieron que nos aisláramos del resto del mundo (aunado a que no hay señal de 3G allá arriba) y disfrutáramos de nuestra mera existencia en este planeta.
Al terminar esta parte, llegamos al entronque que funciona como entrada al cráter del Xinantécatl, el nombre de raíz náhuatl del Nevado y que significa “Hombre Desnudo”, y es el punto decisivo ya que se tiene que elegir bajar a la Laguna de la Luna a la izquierda, por un camino con una mayor pendiente, o a la Laguna del Sol, por la derecha, bajada más larga pero mucho más suave. Elegimos la izquierda, porque es mas fácil bajar por una inclinación fuerte que subirla ya cansados.
Ahí nos agarró la neblina. El descenso hasta la orilla de la Laguna lo hicimos con mucha calma, entre una multitud de gente que apenas podíamos ver unos veinte metros mas adelante, y que con el frío (ahora de aproximadamente 2 grados) cada paso hacía que nos crujieran los huesos. Al llegar al borde, experimentamos una sensación de paz y limpieza inigualables. La Laguna de la Luna es un cuerpo de agua pura, provisto de agua por la nieve y las lluvias, que se puede beber directo, ya que no cuenta con vida, ni siquiera bacterias. El paisaje a lo largo de todo el cráter es bellísimo, lleno completamente de una planta que en esta época esta en hibernación conocida como “Flor de la Montaña” y que solo crece a más de 4,000 msnm. Entre las plantas, y descendiendo desde las cimas de los distintos puntos del volcán, hay nieve y hielo, haciendo que el contraste entre las plantas verdeamarillentas, las piedras desnudas grisáceas, la tierra color café oscuro, y la pureza blanca de la nieve, se le grabe a uno en la memoria como si fuese un hierro caliente en la piel.

Hay que darle la vuelta a la Laguna de la Luna para subir unos metros del lado occidental del cráter, caminar, y luego bajar de nuevo hacia la Laguna del Sol. Una Laguna de unos 400 metros de longitud (el doble de la anterior) que si tiene vida, lo cual le da unas tonalidades entre verdes y cafés al agua. Aquí, cerca de la orilla, hay un grupo de locales con algunas ofrendas, como maíz, pulque en jícaras, flores y sahumerios diversos, todos hincados, pidiendo alguna cosa mientras hace alguna promesa a cambio. De pronto, un hombre mayor que lleva un atuendo negro con algunas runas náhuatls de color beige tejidas, se levanta, y comienza a clamar a pleno pulmón:
“Xitechtlacaquilica, xiquintlacaquilica imoconehua, tlacame, sihuame huan coneme. Timitzmacaj toxochitl, huan ica ya nopa toyolo. Ica totequi timitzmacaj totortas. Ualaj. Xihuala tohuaya hasta tochaj campa ta techmaca nemilisti. Amo techcajtehua, amo techtlahuelcahua, techmaca moatl quen tonana quichihua, quen ta titemacac nemilistli ica motlal. Sinta amo tiyas, timiquise. Ta techicnelía, tojuanti timoconehua. Huajca xihuala, techtoquili hasta tochajchaj, nepa hasta totlal….” (esto es una traducción un tanto libre y basada en lo que me comentó Rubén Darío porque no encontré como traducir las cosas al cien por ciento, pero bueno, lo intento, y sonaba muy parecido).
“Escúchanos, escucha a tus hijos, hombres, mujeres y niños. Te damos nuestra flor, y con ella nuestro corazón. Con nuestro trabajo te damos nuestras tortillas. Ven. Ven con nosotros a nuestro hogar, donde tu nos das la vida. No nos dejes solos, no nos abandones, danos tu agua como nuestra madre lo hace, así como diste la vida con tu tierra. Si no vas, moriremos. Tu nos amas, a nosotros tus hijos. Por eso, ven, síguenos a nuestro hogar, allá a nuestra tierra…” (tuve que transcribir esto después porque en el momento solo me explicó Rubén Darío lo que estaba sucediendo y no pude escribir con el frío nada hasta el camino de regreso…).

Terminando la ceremonia, que Rubén Darío me comentó que era una ofrenda para que siguiera habiendo agua en la zona (a lo mejor los chilangos la debemos decir cada dos o tres semanas entre abril y septiembre), continuamos con la caminata. Rodeamos la Laguna del Sol, disfrutando de unos paisajes preciosos. En algunos momentos la ladera del cráter se entremezcla con los reflejos de la laguna, dando la ilusión de que no existe agua y que la nieve es interminable. Una vez al otro lado, tomamos un breve descanso, saboreando de una papitas y una barra de granola que Rubén Darío sacó, nuevamente, de su mochila. Unas cuantas fotos encima de una piedra en particular que resaltaba entre las demás, y comenzamos el ascenso hacia el entronque.
Cuando llegamos de nuevo a la división de caminos, la multitud de gente era interminable. Ahí entendí porqué era necesario salir del establo a las cinco de la mañana. Los ríos de gente que estaba apenas llegando al lugar eran interminables. Eran apenas medio día, y el parque cierra a las tres de la tarde, pero la gente se dejaba venir en masas aplastantes. La nieve al costado, donde tanto habíamos podido disfrutar de la vida a nuestra llegada, ya no se veía por la cantidad de humanos que la accesaban y la disfrutaban al igual que nosotros unas horas antes.
Ese último kilometro, ahora de bajada, nos dejó muy en claro qye había valido la pena la desmañanada. No hubiéramos podido disfrutar de la vista, la nieve y la caminata, y seguramente no hubiéramos visto el ritual, si hubiéramos llegado tarde. También nos dejó muy claro que hicimos bien en seguir las sugerencias de Rubén Darío, quien nos recomendó desde un par de noches antes que atuendo llevar. Vimos a varios sufrir por llevar pantalones de mezclilla (demasiado fríos), apenas un suéter, o incluso una chava en tacones (¿?????).
La fila para subirnos de regreso al camioncito duró no mas de treinta minutos, y, honestamente, el regreso al establo fue sin eventualidades. Los potrillos durmieron plácidamente todo el camino, mientras yo repasaba la aventura y me sobaba las pezuñas después de casi doce kilómetros caminados antes de la una de la tarde.
Sin duda, la aventura al Nevado es una de las experiencias que más hemos disfrutado en familia. EN parte porque llegamos temprano, en parte por la nieve, en parte por los maravillosos paisajes, y en parte por las eventualidades inesperadas (a la Potranca se le congelaron las manos por jugar en la nieve y le tomó un buen rato recuperar el calor usando mis guantes mas gruesos), pero sobre todo porque lo hicimos en familia. Fue una verdadera lástima que la Yegua Amada y el Potro Mayor no nos acompañaran, pero ya hay pretexto para regresar el siguiente invierno.
Y aprovecho para agradecer de nuevo a Rubén Darío (¡excelente guía!), a Epic Journey México Tours y a Trip Advisor, quienes hicieron esta aventura posible. Un abrazo a todos, y por favor recuerden que cerca de Chilangolandia hay mucho por hacer y conocer.