Como todos saben, mi yegua amada y yo estamos tratando de culturizar a los potrillos, en particular enseñando la mayor cantidad posible de historia/arte/cultura general de nuestro amado y querido país. Tenemos y vivimos día a día en una de las ciudades más ricas, llena de historia, diversidad, evolución y tradición, que nos debería de envolver en nuestro andar diario. Sin embargo, nos hemos dejado influenciar de sobremanera por los anglicanismos y el consumismo de otras partes del mundo, en particular Estados Unidos, nuestro vecino del norte. Este fin de semana, nos lanzamos de nuevo al centro histórico de la Ciudad de México. Llegamos tempranito. A las 09:00 ya estábamos pasando enfrente del Banco de México, sobre Lázaro Cárdenas, a punto de dar la vuelta a la derecha en Avenida 5 de Mayo. Nos dio mucho gusto ver que está cerrado el Paseo de la Reforma desde el Auditorio Nacional, no por capricho de nuestros gobernantes, sino para promover el ejercicio en familia. Las bicis, patines, patinetas, etc., estaban a la orden del día, con niños en sillas montables hasta señoras de la tercera edad que orgullosamente mostraban su condición física, mucho mejor que la de la mayoría de los que vivimos en esta gran urbe.
Vuelta en 5 de Mayo, y primer parada, el estacionamiento. Sale un viene-viene sin franela desusodicho establecimiento, y a señas nos indica que no se puede, por que la calandria está muy alta y no pasa por la subida. “Ta bueno pues.” Al que sigue. Llegamos a la esquina del Zócalo, con la intención de dar vuelta a la derecha para ir al estacionamiento del Hotel de México, un precioso edificio con vitrales maravillosos y un elevador de armazón de hierro forjado que vale la pena conocer. Pero la calle está cerrada. No se puede pasar hacia 20 de Noviembre. Chale… Continuamos rondando la zona. Cuatro estacionamientos visitamos, y en ninguno nos dejan pasar. En uno incluso tienen el descaro de querer cobrar doble, MX$68 pesos la hora, porque “está muy grande” la calandria (aclaro en este momento que solo mide como 40cm más que cualquier otro coche, aunque efectivamente está muy alta). En ese momento nos entra la duda: ¿qué harán todos los políticos que trabajan en esa zona? La mayoría he visto que traen Suburbans, Tahoes, Expeditions, Hummers o camionetas de similar tamaño. Entiendo que varios traen chófer, entonces no les agobia el tema. Pero seguramente muchos no. ¿Dónde dejan sus calandrias? Habrá algún edificio remodelado para ser estacionamiento cerca del Zócalo, donde no pasas a menos que tengas charola? En todo el día no pudimos resolver esa duda…Después de unos treinta minutos, decidimos mejor dejar la calandria en el estacionamiento de Bellas Artes, que ya hemos visitado con anterioridad y nos consta que no hay problema con el tamaño de los coches. El único detalle es que, como no tiene elevador, sacar la carriola es un problema, pues hay que cargarla por varios pisos cruzando la escalera que debe medir menos de un metro de ancho. Pero bueno, esto se logra. Y ahora si caminamos (otra vez por 5 de Mayo) hasta el lugar de encuentro con mi equinosuegro: El “Café La Blanca”, casi llegando a Bolívar, sobre 5 de Mayo.
Un local pintoresco, donde el mismo dueño también atiende y limpia mesas, cubierto de fotografías de gran tamaño de paisajes de la zona centro, desde 1940 hasta la fecha. Los meseros, en su mayoría hombres arriba de los cincuenta, se nota que llevan años trabajando, pues dominan la carta y se mueven un poco lento, aunque eso si, muy amables y le chambean por ganarse la propina. Los precios, bastante accesibles, mucho mas decentes que otros lugares incluidos Sangrons, Vips y Garabatos. Por ejemplo, los huevos divorciados que yo pedí (acompañados de unos excelentes frijoles refritos con queso), costaron cerca de setenta pesos, a diferencia de los más de cien que hubieran costado en una de esas cafeterías “eficientes en costos” pero que cobran el renombre. El café, bastante mejor que los importados de Starbucks, y solo costó unos veinte pesitos. Me aseguraron además que era café de Veracruz, por lo que apoyamos a la economía local en vez de a la colombiana o alguna otra productora de grano. El equinosuegro pidió unos hotcakes que traían su típio cuadrito de mantequilla en medio, y se veían esponjocitos y sabrosos. El equinosuegro los disfrutó ámpliamente. La panadería. Una delicia. El bolillo calientito, artesanal, para acompañar los huevos o frijoles, no tiene precio (bueno, tres pesitos por bolillo, pero vale la pena). Y al juzgar por la cara que pusieron los potrillos al degustar una concha un poco quemada, tengo que decirles que estaba muy buena. El olor de las mantecadas y las madalenas abría el apetito desde que ingresas el pie en el lugar. El único detalle mejorable en el local son los baños. No están sucios, pero no les caería mal una remosada o manita de gato. Se ven viejos, y la verdad no había agua caliente en el lavabo. No vi cambiador para bebés en el baño de hombres, aunque desconozco si había en el de mujeres. Al final, fue una hora para desayunar muy bien, y una cuenta menor a los cuatrocientos pesos por cinco desayunos completos incluyendo propina (¡¡¡gracias al equinosuegro quien invitó en esta ocasión!!!). Muy recomendable el changarro.De ahí, caminamos un par de cuadras hasta el Zócalo, lo cruzamos mientras disfrutabamos de la increíble arquitectura neo-gótica de la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México. Miles de fieles se congregan para acudir a misa diariamente, y se escuchan sus 25 campanas ocasionalmente, emitiendo un sonido profundo y precioso (les recomiendo un libro que se llama “Regina”, de Antonio Velasco Piña, que toca un tema esotérico al respecto de una de las campanas). Vuelta a la izquierda, y llegamos a la entrada al Templo Mayor.
Templo Mayor: construido en siete etapas, originalmente era una serie de construcciones en donde se depositaba la totalidad de la vida religiosa y política de los Aztecas. Los dos teocallis, en su formato interior, es lo que se puede apreciar hoy en día. Construidos de piedra decorada con pintura orgánica (que todavía se alcanza a ver hoy en día), es una muestra de la proesa del hombre nativo, quien, sin la tecnología de otras culturas, en el siglo XIV lograba construir edificaciones de gran tamaño. Se ven claramente, 700 años después, los chac mols que ahi residen, las esculturas de ranas, la serpiente emplumada tallada en piedra, y muchos otros detalles de los caballeros águila y otros habitantes, que dan indicios de como en México tenemos mucho mas historia que otros países, y que por desgracia muchos mexicanos desconocemos. Al final de la caminata, se puede ingresar al Museo, en donde se pueden apreciar y estudiar una serie de esculturas no solo aztecas, sino de varias culturas prehispánicas, que tienen detalles en común. Lo mas impresionante es la monumental piedra conocida como el “Monolito de Coyolxauhqui”, piedra de unos tres metros de diámetro, que, gracias a una serie de efectos de luz, se puede ver con su coloración original, mientras se aprende acerca del significado de la descuartización de la Diosa Azteca. El tzompantli, altar cubierto de calaveras humanas, es digno de verse, y explica porque la raza mexicana es tan cínica con la muerte.Para cerrar el recorrido del Templo Mayor, es muy recomendable regresar y leer con calma los textos que se encuentran en las paredes del Museo. Son extractos originales de cartas de Hernán Cortés y Bernal Díaz del Castillo, entre otros.Hay que ir con calma, para ir explicando a los pequeños cada detalle de lo que están observando, y que así, aprendan desde pequeños el amor a su historia, su cultura, la diversidad, la mezcolanza de razas que nos han formado, y el significado de lo que es ser parte de la gran raza mexicana.Una vez terminado el recorrido, salimos del recinto, y estuvimos a punto de entrar a una exposición de terror que estaba en un museo cercano. Pero como nos echamos unas dos horas en el Templo, ya no nos daba tiempo. Será para otra ocasión. Sin embargo, les recomiendo este tourecito. Vale mucho la pena.